Tendía mi cama el otro día y me quedé mirando la funda de la almohada con una nostalgia increíble. No, no era la funda de mi infancia (al contrario, era nueva) pero me mandó en un viaje en el tiempo, de cuando era chiquita (más chiquita que hoy), y cabía en la funda de la almohada, probablemente igual que esa, y jugaba a que era un gusanito, o a hacer carreritas saltando. Yo cabía en la funda de una almohada.
Luego crecí un poco, pero no lo suficiente como para que me dejen subirme a las montañas rusas a las que quería subir la primera vez que viajé a Miami con mi familia. Vaya desilusión, verme limitada a las tacitas de Alicia en el país de las maravillas, mientras mi hermana y mi prima podían subirse a todos los juegos en el parque (años más tarde, me saqué el clavo y repetidas veces).
Luego crecí un poco más, pero felizmente aún cabía en la parte trasera del auto totalmente estirada. Podía dormir tranquila en los viajes que en ese entonces se sentían larguísisisisimos, hacia Chaclacayo o hacia la playa, incluso hacia la casa de mis abuelos que, ahora sé, no era tan-tan lejos.
Luego crecí. Aún necesito un banquito para alcanzar las ollas que están arriba del aparador, y a veces pierdo el balance de mi bicicleta porque no llego al suelo. Quizá no me haya atrevido a entrar al tratamiento de hormonas que el doctor sugirió (hubiese crecido -según él- 5 cm más...), pero luego de mirar la funda de la almohada, me doy cuenta que eso no importa, pues se que he crecido, y que mi metro cincuenta y dos (o a veces tres) son suficiente para todo lo demás, incluso para subirme al gran kahuna.
Qué hermoso post!!!
ReplyDeleteME ENCANTÓ!!!!!!!!!!!!!!
Eres ya una mujer adulta.
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